En medio de tantas peluquerías con anfitrionas insistentes que seducen a cualquier transeúnte para que se “anime” a hacerse un cambio de look, en ese cartel sucio y aplomado por el humo de los vehículos que transitan por la contaminada Avenida Abancay, en el centro limeño, apenas se distingue de forma difusa CANDY´S SPA. Y, como en los afamados centros de belleza capitalinos, el nombre incluye la sigla comercial SA.
Presentándose como Candy, me señala que me siente en ese único mueble desinflado que hay en el local, que huele al inconfundible olor de peluquería, suponiendo ella que soy un estresado cliente más.
Ella, de 1.70 aproximadamente, gracias a la complicidad de sus puntiagudos tacos; de enormes senos y redondos, por efecto de algún líquido implantado y de labios voluptuosos, acaricia con sus pequeñas manos camufladas en unos guantes delgados, que dejaron hace tiempo de ser blancos, la espalda granulada de Lucio, un comerciante de la zona que acude con frecuencia a ponerse en buenas manos.
Mientras esparce en la espalda de su cliente una especie de crema que le bastó apenas medio minuto para prepararlo, combinando líquidos en frascos sin etiqueta, Candy me dicta de paporreta las tarifas de su servicio: diez soles masajitos, 15 a todo el cuerpo y 30 solcitos que incluye el “servicio especial”, y es allá, señalándome un pequeño espacio en la esquina del Spá, separado por una sábana blanca que hace la vez de cortina. Esbozó una sonrisa cómplice, que dejaba a la intemperie sus desaliñados dientes.
Le expliqué que no venía precisamente a recibir sus reconfortantes masajes, sino, más bien, a entrevistarla. Retrucó con los ojos fuera de órbita “si eres periodista”. Todavía no, le respondí. Estudio para serlo, y estoy haciendo un trabajo sobre las personas que brindan masajes, sentencié.
Ella accedió al petitorio. Dice que al igual a la competencia que la rodea, empezó como peluquera; luego creció y optó por el servicio de masajes. Por la gran demanda, agrega, se decidió por brindar el aquel “servicio completo”. Así lo denomina Candy, de 25 años.
Lucio se pone de pie y le estira un billete de diez soles algo viejo. Lo despide más que cariñosamente con un chao papi.
Estando sola mira el billete con la misma desconfianza que me miró cuando entré. Dobla los diez soles en cuatro y lo deposita en su canguro desteñido.
Alguien asoma por la puerta para ofrecer gelatina, a cincuenta.
Se sienta y se amarra su bermejo pelo; hace un cruce apresurado de piernas, haciendo que su minifalda se encoja aun más.
De inmediato, Candy revela que los masajitos son muchas veces la previa para que sus clientes se decidan ir al rinconcito del Spá.
A ella le gusta hacer sentir a sus puritanos muy mimados y consentidos, ya que, según ella, llegan a su local a relajarse del trabajo o de la mujer.
Irrumpe un caballero de tez muy blanca. Candy lo saluda con gran familiaridad y le dice que espere unos segunditos. Es un caserito, dice.
Candy Gonzáles sabe que pronto proliferarán más locales como el de ella. Sin embargo, confía en que su clientela incluso aumentará, pues “estas manos te hacen maravillas”, y se ríe burlonamente.
Así que si quiere que todo Abancay se copie de mí. Caballero nomás, así es la competencia, asevera Candy, copiándose seguramente esa frase de la pegajosa publicidad de la tele.
Presentándose como Candy, me señala que me siente en ese único mueble desinflado que hay en el local, que huele al inconfundible olor de peluquería, suponiendo ella que soy un estresado cliente más.
Ella, de 1.70 aproximadamente, gracias a la complicidad de sus puntiagudos tacos; de enormes senos y redondos, por efecto de algún líquido implantado y de labios voluptuosos, acaricia con sus pequeñas manos camufladas en unos guantes delgados, que dejaron hace tiempo de ser blancos, la espalda granulada de Lucio, un comerciante de la zona que acude con frecuencia a ponerse en buenas manos.
Mientras esparce en la espalda de su cliente una especie de crema que le bastó apenas medio minuto para prepararlo, combinando líquidos en frascos sin etiqueta, Candy me dicta de paporreta las tarifas de su servicio: diez soles masajitos, 15 a todo el cuerpo y 30 solcitos que incluye el “servicio especial”, y es allá, señalándome un pequeño espacio en la esquina del Spá, separado por una sábana blanca que hace la vez de cortina. Esbozó una sonrisa cómplice, que dejaba a la intemperie sus desaliñados dientes.
Le expliqué que no venía precisamente a recibir sus reconfortantes masajes, sino, más bien, a entrevistarla. Retrucó con los ojos fuera de órbita “si eres periodista”. Todavía no, le respondí. Estudio para serlo, y estoy haciendo un trabajo sobre las personas que brindan masajes, sentencié.
Ella accedió al petitorio. Dice que al igual a la competencia que la rodea, empezó como peluquera; luego creció y optó por el servicio de masajes. Por la gran demanda, agrega, se decidió por brindar el aquel “servicio completo”. Así lo denomina Candy, de 25 años.
Lucio se pone de pie y le estira un billete de diez soles algo viejo. Lo despide más que cariñosamente con un chao papi.
Estando sola mira el billete con la misma desconfianza que me miró cuando entré. Dobla los diez soles en cuatro y lo deposita en su canguro desteñido.
Alguien asoma por la puerta para ofrecer gelatina, a cincuenta.
Se sienta y se amarra su bermejo pelo; hace un cruce apresurado de piernas, haciendo que su minifalda se encoja aun más.
De inmediato, Candy revela que los masajitos son muchas veces la previa para que sus clientes se decidan ir al rinconcito del Spá.
A ella le gusta hacer sentir a sus puritanos muy mimados y consentidos, ya que, según ella, llegan a su local a relajarse del trabajo o de la mujer.
Irrumpe un caballero de tez muy blanca. Candy lo saluda con gran familiaridad y le dice que espere unos segunditos. Es un caserito, dice.
Candy Gonzáles sabe que pronto proliferarán más locales como el de ella. Sin embargo, confía en que su clientela incluso aumentará, pues “estas manos te hacen maravillas”, y se ríe burlonamente.
Así que si quiere que todo Abancay se copie de mí. Caballero nomás, así es la competencia, asevera Candy, copiándose seguramente esa frase de la pegajosa publicidad de la tele.
2 comentarios:
TE FELICITO!!! ME GUSTÓ MUCHOTU CRÓNICA. MUY DETALLISTA Y ENTRETENIDA!!!
Más que una entrevista, yo diría una pequeña aventura, sin poner en riesgo la salúd de uno, asi como Candy cuantas mujeres y por que no decir hombres tambien, juegan a la ruleta rusa con un oficio tan peligroso ya que el precio que cobran me parece que es demaciado barato a lo que se exponen.
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