domingo, 21 de diciembre de 2008

Tranca navidad


En Navidad, un agnóstico como yo, no celebra mucho (entiéndase por agnóstico a toda persona que no niega ni afirma la existencia de Dios; es decir, que se hace el cojudo).
Además, sepan creyentes de buena fe, que el noble Jesús no nació en diciembre-se dice que en marzo o abril- y así entonces tendríamos que celebrar con chocolate caliente Sol del Cusco en alguna medianoche calurosísima de marzo.

La Navidad no es fea. Al contrario, todos los días quisiera que sean como la Navidad, para apachurrarnos con todos a las 12 en punto, correr con tarjetitas telefónicas en mano a llamar a tutilimundi , desearnos mutuamente el oro y el morro y tararear los pegajosos villancicos, hasta en las combis, en vez de El embrujo de Grupo5.

Fea es realmente la cena navideña: tener que comer lonjas y lonjas de un pavo aderezado con manzanas, pasas, albóndigas y cuántas otras cosas más, que ni con dos vasos de Cocacola resbalan complacientemente hacia el estómago, cuando el pollo, el tan querido pollo, está disponible los 365 días del año. O peor aún, masticar como postre un inflado panetón con poquísimas frutas y hacer en la boca una mezcolanza de panetón con chocolate. Y de remate, brindar con champán, para cerrar con broche de oro la acostumbrada cena familiar al ritmo del sonidito antipático de las luces navideñas, para luego abrir, apuradamente, los broches de los pantalones, antes que la “bicicleta” por tremenda indigestión nos gane el paso hacia el baño.

Después, y durante una semana, el calvario continúa: en el desayuno pan con pavo; en el almuerzo, el mismo plumífero al horno con ensalada o con arroz de anoche. Y en el lonche, chocolate y más panetón con mantequilla, hasta que las reservas navideñas se terminen y los digestivos alcancen.

sábado, 6 de diciembre de 2008

El General gracioso


Cuando lo veía en la televisión parecía el gemelo de Carlos Álvarez, de aquel cómico bonísimo que, su único chiste sonso, fue servir descaradamente al fujimorismo, pero que ahora lo imita, arremeda y ridiculiza como el General desearía.

Edwin Donayre cayó bien a todos, menos a los chilenos. Sus conferencias de prensa eran espacios de relajo y carcajadas para él y los periodistas suertudos por tener que cubrir tan divertidas comisiones.

El General no tenía mirada de cachaco; pero sí de abuelito coqueto. El General nunca soltó un carajo; en cambio sí el último de los últimos chistes colorados. El General jamás andaba con una metralleta imponente, solo con una espada de espadachín de mentirita. El General, además, prefería los caballos que las tanquetas y las reuniones coloquiales que las sesiones solemnes en el Ministerio de Defensa o en el Pentagonito.

El bonachón de Donayre pagó muy caras sus bromas. Deseó que a los chilenos los saquen en ataúdes o en bolsas del Perú, mientra que él salió en hombros del Ejército.
Habló como cualquiera hablaría “a sus anchas” entre cuatro paredes… la diferencia es que él no era cualquiera y, además de cuatro paredes, habían cuatro testigos, y uno con un arma de alto calibre: la videograbadora.

Algunos lo acusan de debilitar la imagen viril y fornida de la Institución. Otros, de tener pensamientos trasnochados. Y muy trasnochados.
Su sucesor le dice “gracias” porque que le impregnó alegría al Ejército. Yo lo llamaría “chongo”.

El General debió morderse la lengua; dejar los chistes para su casa y postergar las bolsas negras para la basura y los ataúdes para las funerarias.