viernes, 21 de septiembre de 2007

Tours de ultratumba

Domingo soleado en Huacho, tierra de brujos y la “Capital de la Hospitalidad”, según afirma todo foráneo que visita esta ciudad, al norte de Lima.
Es un dìa como ninguno, gracias a la complicidad del sol con el viento fresco primaverales, para que muchos lugareños acudan al cementerio a colocar flores, a rezar, o simplemente a hacer acto de presencia al pie de las tumbas de sus muertos.

Los visitantes del Cementerio Municipal de Huacho son abordados por alborotadas vendedoras que ofrecen todo tipo de flores, rosas y claveles al unísono de “flores, flores, casero… flores”.
Al ingresar, el vigilante, algo rechoncho, lanza un bostezo y estira sus brazos. Lleva consigo una vara vieja, sujetada a la correa de su desteñido pantalón plomo. Dice “buenas”, y, en seguida, me advierte que “està prohibido tomar fotos dentro del recinto”, señalando la cámara que traigo colgada en mi cuello. No hay problema, le contesté inmediatamente para calmar su evidente preocupación.
Hace sonar su silbato para ahuyentar a los taxis que se estacionan en la Zona Rígida.

Hay mucha gente. Unos caminan presurosos en busca de algún muchachito que le pueda limpiar la lápida de su visitado, a cambio de un sol. Otros están sentados en las recién pintadas bancas de madera, contemplando las imponentes y algo polvorientas criptas que se alzan frente a ellos: ahí están enterradas personas de plata, le cuchichea una señora curiosa a otra no menos curiosa.
En el pabellón San Bartolomé, nombre del patrono de esta ciudad, se oyen llantos y gritos, así como también un vozarrón que, por la letra que canta, despide a un padre de familia.

Camino lentamente por otros pabellones más, viendo nicho por nicho, con el afán de encontrar al huésped más antiguo de este camposanto.
De pronto, dos dedos golpean mi espalda: “Choche, ¿agua?” Con un balde de pintura colgado en su brazo izquierdo, y un trapo hecho añicos cogido en su mano derecha, Diego- ese es su nombre- me ofrece un poco de agua “fresquita” para echar al florero oxidado de la tumba que estaba viendo sigilosamente en ese momento.
No gracias, le respondí. Sin embargo, antes de que se marche le pregunté “cuál era el lugar más antiguo del panteón”. Vaciló un instante, y luego, muy convencido ahora, me dijo que “es el de la Santa Rosa”. Queda por allá, prosiguió, señalando con aquellos dedos con uñas grasientas que tocaron mi espalda, no sin antes advertirme que “mucha gente dicen que penan ahí”.

Accedió a acompañarme. Después de un par de vueltas, llegamos hasta el pabellón Santa Rosa de Lima, donde se encontraban, efectivamente, los primeros finados enterrados en este panteón.
El olor fétido de flores podridas, las retahílas de hormigas y gusanos merodeando, y las lápidas, algunas de mármol, con inscripciones ya indecifrables a causas del correr del tiempo y el descuido de sus deudos, evidencian que el pabellón Santa Rosa es el “Pabellón de los olvidados”, como lo patenta Diego, de apenas 17 años de edad.
Un ventarrón revuelve y arrastra las flores secas y descompuestas que reposan en el piso. Se escuchan varios golpes al fondo del inacabable y sombrío pasillo. Ahora más que nunca tengo presente la recomendación de Diego. Son los muertitos que te dan la bienvenida, bromea el jovenzuelo que me ofreció agua, dibujando una sonrisa socarrona y pícara, dejando a la vista sus diminutos pero blanquísimos dientes.
No obstante, luego de asustarme, me explica que, en realidad “los ruidos provienen de allá, pues están construyendo más espacios porque el cementerio ya está quedando chicoma”.

Diego, mi improvisado guía, me acompaña hasta la salida. Le alcanzo una moneda de cinco soles: tu propina, le dije.
Sin verla, la guardó en el bolsillo- algo descocido- de su camisa roja. “Chao, gracias”; se marcha raudo, haciendo tambalear el balde de pintura Latex, donde carga el agua que ofrece a sus clientes todos los fines de semana.
El reloj con telas de araña que cuelga en portería marca casi las 3:00pm. Ya no hay sol ni viento fresco.
El guardián, camuflado ahora bajo una chompa muy gruesa, abre la reja del panteón, y se despide propinándome unas palmadas en mi hombro derecho, demostrando que, no solo Huacho es hospitalario, sino también su lúgubre cementerio.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

En realidad no soy muy deboto de visitar los cementerio o campo santos, gracias a Dios que aún no reposa o yace un ser muy cercano a mi, pero a mi parecer que el buen gesto y la cordialidad del portero es una muestra más de que se siente agusto con su trabajo.

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