jueves, 27 de septiembre de 2007

Como pez en el agua

Lleva como apodo el nombre de un pez. Apenas supera el 1.50 cm. Tiene la piel cuarteada como escamas y una puntiaguda y mal cortada barba canosa.
Jacinto Robles (61), conocido entre sus amigos como “Perico”, llega presuroso- como todas las mañanas- al puerto de Huacho para ganar un lugar en la retahíla de vendedores de pescado que, como él, acuden a comprar pescados “fresquitos”, para luego, ofertarlos en los mercados.
- Esta es la hora punta para comprar- confiesa Jacinto, mientras mira su llamativo reloj con perillas de color dorado y redobla el paso para llegar a la zona de desembarcadero, donde decenas de lanchas- unas a motor y otras a remo- llegan abarrotadas de pescados, luego de una jornada de pesca nocturna.

Los pescadores exhiben sus mercaderías encima de periódicos amarillentos tirados en el piso mojado por el goteo de agua sucia de las canastas de paja que salen de las lanchas.
- Bonito, perico, corvina, pintadilla, chita, lenguado…- ofrece un lanchero, mientras escurre y acomoda a sus peces atrapados.
Delante de Jacinto, una señora gruesa sujeta una canasta roja, y de manera abrupta voltea su redonda cara para comentarle, a modo de queja, que “los precios están por las nubes; hace dos días la chita estaba dos soles menos”.
- Es que el mar está en crecida y hay reventazón- retrucó el vendedor, al oír el reclamo ofuscado de la compradora.
A su turno, Don Jacinto, quien vestía un pantalón azul recogido hasta las pantorrillas y una chompa de “mil colores”, abre su mochila de jean, marca Custer, para desenrollar una bolsa de plástico sin cierre, donde metería todos los pescados para después venderlos en el mercado central.
Rápidamente, saca del bolsillo de su pantalón un papelito hecho añicos y algo húmedo. Lee en voz baja lo que le ha apuntado su esposa la noche anterior.
- Déame cuatro kilos de bonito, tres de perico y una de chitilla.
El lanchero acomoda inmediatamente su pedido. -¿Algo más?- y le señala las otras variedades que tiene.
-¿Cuánto vale ese lenguado?
-El kilo quince solcitos. Barato nomás, porque no es muy grande… Pesa kilo y cuarto. ¡Ya! Un kilo nomás, para que lo lleve.
-¡Sale! Envuélvalo- accedió Don Jacinto, ante tan propuesta seductora.

Luego de ser cubiertos varias veces, Perico, como lo conocen ahí, mete el paquete en la bolsa sin cierre, para después guardarlo en la mochila que carga en su hombro derecho.
Asimismo, le paga con un billete de 100 soles que tenía doblado en cuatro partes en el bolsillo secreto de su remangado pantalón. Recibe de vuelto algunas monedas de un sol con restos de escamas.

El terminal portuario empieza a coparse de gente que transita alborotadamente. Los pescadores ahuyentan a las moscas que merodean su mercadería con los periódicos. Algunos cangrejos pasean en el piso. Los camiones que trasladan anchoveta a las fábricas aledañas calientan motores. Una niña ofrece pan con pejerrey arrebozado a cincuenta. La bulla es más penetrante. Y el olor a pescado, también.

- Estos pescaditos están buenos- saca pecho el señor Jacinto, señalando con el rabillo del ojo la mochila que cuelga de su hombro.
Mira su reloj dorado y se da cuenta de que son casi las 7.30 de la mañana, y que tiene que ir raudo a su puesto del mercado.
Sin embargo, antes de marcharse, decide parar frente a un kiosco de los tantos que están afuera del muelle, para tomar un ligero desayuno y así “entretener a las tripas que ya me están sonando”.
- Un café bien calientito, y dos panes con un huevo frito aparte- es el pedido que le hace al dueño del establecimiento improvisado llamado El Rincón del Puerto.
El café no es muy oscuro. El huevo frito está nadando en aceite. Los panes son muy pequeños que de lo de costumbre.
Da unos sorbos escandalosos, y con la otra mano remoja el último pan encima de la yema el huevo.
-¿Cuánto le debo? – Dos soles cincuenta- le responde el dueño, a la vez que le retira la taza y el plato.
- ¡Asu!, ¿tanto?
- Es que el pan ha subido, pues tío- justifica apresuradamente el señor del otro lado del mostrador apolillado.

Perico, con sus pescados a la espalda y sin las “tripas que le suenen”, hace detener con su mano una mototaxi verde, que lo llevará, por un sol, hasta el mercado central de Huacho para limpiar y destripar conjuntamente con su señora, a sus víctimas, entre las cuales hay muchos tocayos de él.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Simpática la crónica, y que tal fuerza de voluntad la tuya de levantarte en horas de la madrugada y obcervar meticulosamente a un personaje costumbrista de la zona del norte chico. Gracias a ti ahora que cada vez que me siente a la mesa y me ponga a disfrutar de un buen sudado, un cevichito o un apanado de pescado, va ha venir a mi mente el enorme esfuezo que realiza gente como don perico, por lograr llevar un buen pescado al mercado.

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