Además, sepan creyentes de buena fe, que el noble Jesús no nació en diciembre-se dice que en marzo o abril- y así entonces tendríamos que celebrar con chocolate caliente Sol del Cusco en alguna medianoche calurosísima de marzo.
La Navidad no es fea. Al contrario, todos los días quisiera que sean como la Navidad, para apachurrarnos con todos a las 12 en punto, correr con tarjetitas telefónicas en mano a llamar a tutilimundi , desearnos mutuamente el oro y el morro y tararear los pegajosos villancicos, hasta en las combis, en vez de El embrujo de Grupo5.
Fea es realmente la cena navideña: tener que comer lonjas y lonjas de un pavo aderezado con manzanas, pasas, albóndigas y cuántas otras cosas más, que ni con dos vasos de Cocacola resbalan complacientemente hacia el estómago, cuando el pollo, el tan querido pollo, está disponible los 365 días del año. O peor aún, masticar como postre un inflado panetón con poquísimas frutas y hacer en la boca una mezcolanza de panetón con chocolate. Y de remate, brindar con champán, para cerrar con broche de oro la acostumbrada cena familiar al ritmo del sonidito antipático de las luces navideñas, para luego abrir, apuradamente, los broches de los pantalones, antes que la “bicicleta” por tremenda indigestión nos gane el paso hacia el baño.
Después, y durante una semana, el calvario continúa: en el desayuno pan con pavo; en el almuerzo, el mismo plumífero al horno con ensalada o con arroz de anoche. Y en el lonche, chocolate y más panetón con mantequilla, hasta que las reservas navideñas se terminen y los digestivos alcancen.